lunes, 17 de septiembre de 2012

Temporada de patos: contrafabula sobre la fauna nociva de Coyoacán

Ya sabe, usted, fantasioso lector, que lo expresado en esta columna es mera ficción, y cualquier parecido con la realidad es mera coincidencia. Los nombres de los personajes que van apareciendo a lo largo del texto, aunque en el mundo real existan y actúen haciendo tonterías de la misma manera; vuelvo a reiterar, son caricaturas, o sea, de a mentiritas, y además le advierto: el consumo de esta columna es sólo responsabilidad del que la lee y del que la recomienda. Así que deje de buscar culpables si sale en uno de estos balcones-textos, el nombre de alguien que conoce, o el de usted mismo.

¿Sabía usted que de vez en cuando me gusta ir de caza con mis cuates? Pues así es mi estimado, antes no salía del Desierto de los leones, lástima que nos cacharon, si no, seguiríamos divirtiéndonos sanamente por allí. Se pusieron re mamilas nada más porque nos llevamos un cachorro de león para cada quien como recuerdo… fue un desmadre perderlos para librarnos del bote, lo peor fue que para prevenirnos del arresto, tuvimos que deshacernos de la evidencia en el camino, y pues ni hablar… lanzamos a los cachorros por la ventana del coche. Total, espero que alguno haya sobrevivido. El que todavía no se repone de la impresión, es mi cuate el pinche Mijail Lamas, la neta le cayó de peso porque era su primera vez, pero ya para la próxima, seguro estará bien puesto, pues lo pienso invitar a cazar patos a Coyoacán para hacer unas hamburguesas de pato bien chingonas en la parilla de su jardín.

Fíjese mi estimado, le voy a contar cómo está el pex; en la zona pobre de Coyoacán, hay un deportivo, y como a eso de la media noche nos dan chance de pasar, en realidad no sale tan caro, unas mil bolas por cada quien. Ponen una carpa como de circo, grande y medio madreada, luego acomodan un estanque de aluminio, de esos como para criar truchas, y para finalizar, sueltan a los patos. Aquí viene lo bueno, sacamos las escopetas y al grito de !haz patria, mata un pato!, empiezan los disparos. Déjeme decirle que sueltan de todo, desde patos maiceros hasta unos medio escuálidos, que parecen niños de la calle, llamados patos silbadores. Admito que me encanta meterles de plomazos, pero me restrinjo porque otra de mis pasiones es la taxidermia, y con tanto hoyo es difícil trabajarlos y convertirlos en arte verdadero, un día tal vez lo invite a mi casa, mi metiche lector, para presumirle mi extensa colección de patos. Y no por dárselo a desear, pero tengo un pato de los silbadores bastante curioso, hasta le puse nombre con un sello en su patita, lo nombré el Pato Yayir, le puse así porque este pato tiene su historia, era un patito que uno de mis cuates a pesar de su sangre fría, por ser soldado, en cierta ocasión no quiso matar, alegando que estaba cansado y se lo llevaría a su casa mejor en calidad de mascota. Me pareció raro, pero no llamó el hecho tanto mi atención hasta que en una cena que organizó en su casa un mes después le pregunté por el animal, dijo que lo tenía dormido en una canasta en su recámara. De ahí me hizo pensar en toda una serie de asquerosidades que usted seguro también se hubiera imaginado, así que con esta idea en mi cabeza y después de unas copas de cognac, en medio de una conversación un tanto polémica sobre si el arte en México estaba en manos de verdaderos artistas o no, y si en realidad era buena idea dar oportunidades y espacios a cualquier hijo de vecina para verse incluyentes, a pesar de toda esa mierda que quieren hacer pasar por arte, como recitar, dizque poemas, al mismo tiempo que hacen malabares con unos pinos, o salir encuerados con un ramo de flores amarrado del pene o declamar sus poesías enfundados en un body paint. Mientras ninguno de los invitados podía concebir esto en la Manuel M. Ponce de Bellas Artes, me dirigí, como si fuera al baño y me equivocara de puerta, a la recámara de mi cuate para ver dónde estaba el pinche pato. Mi sorpresa fue mayúscula y asquerosa: el pobrecito pato efectivamente estaba ahí, flaco pero bien correoso y traía un collarcito de piel negro y con picos, cuando lo cargué me di cuenta que estaba todo pegostioso y olía muy mal. De plano mi cuate resultó un maldito degenerado, pobre animal, cuando caí en cuenta que traía una ligera hemorragia en su ano, decidí salvarlo llevándolo a mi casa para curarlo allá, ¿me explico? Así que puse manos a la obra, lo enredé en una sábana de la cama de mi cuate (curiosamente el ave puso bastante resistencia, como si no se quisiera ir… síndrome de Estocolmo, pensé, ¡pobrecito animal!), como estaba haciendo mucho escandalo con su cuac cuac y más cuac, lo saqué por la puerta del jardín y lo escondí dentro de un macetón, luego regresé como si nada, a integrarme a la conversación que ahora giraba sobre la desfachatez de algunos escritorzuelos que no tienen nombre ni currículum, pero no sólo exigen, sino que se encabronan si no les pagan las revistas literarias independientes por sus colaboraciones, esto lo denunciaba muy airadamente un narrador regordete publicado en Fridaura, argumentando, a son de burla, que era evidente el porque los libros de estos escritores ostentaban nombres como “el mal”, “el gran mal” y “el súper mal”, aproveché las carcajadas de la concurrencia para despedirme del perverso de mi cuate, que estaba bastante pedo y distraído, y por lo tanto no puso tanta atención a mi partida. En cuanto salí, fui directo por Yayir, (le puse nombre desde que lo envolví en mis brazos) pues estaba preocupado de que no se fuera a asfixiar. Ahora usted me podría preguntar, ¿si lo salvaste pinche Roberto, por qué terminó lleno de aserrín en tu escritorio? Yo, le respondo aunque no me pregunte: eso no quedó en mis manos querido lector, simplemente se murió, ya estaba muy maltrecho, desde que entró a mi casa se le veían muy tristes los ojitos, yo creo que por la hemorragia infecciosa que traía. A los tres días colgó las patas.

Y para que su muerte no fuera en vano decidí hacerlo arte y convertirlo en una bella pieza de ornato, debo hacer la confidencia, de que me costó trabajo cerrarle las patitas, era un pato muy empecinado, por decirlo de alguna manera. Todavía cuando lo salvé trató de darme un picotazo, ja, ahora los patos le tiran a las escopetas…, vuelvo a aclarar que ya estaba muerto cuando lo “embalsame”, no quiero que se piense mal. ¿Usted cree, amado lector, que hay alguna moraleja en esta historia? Por supuesto que ninguna, sólo tristeza y desilusión es lo que se obtiene cuando se intenta salvar a un animal corrompido por la violencia de su contexto, está tan acostumbrado a ese mundo atroz, que no conoce otra forma de reaccionar más que con agresión, pero eso no quita, que ahora que ya está quietecito, lo venga a conocer a mi balcón, mi querido lector; le dejé el collarcito de picos… después de todo, era parte de su personalidad. Y no se le olvide, lo espero en la parrillada.

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